Tres lecturas diferentes del Trienio constitucional 1820-1823

El 1 de enero de 1820 el teniente coronel asturiano Rafael del Riego se pronunciaba en Las Cabezas de San Juan por la Constitución de Cádiz, derogada violentamente por Fernando VII en mayo de 1814 a su regreso a España tras el final de la Guerra de la Independencia.

Lo que siguió fue uno de los trienios más políticamente apasionantes y polémicos de la historia de España, un régimen construido en torno a una Carta Magna que consagraba la soberanía nacional y un régimen de libertades civiles sin precedentes en nuestro país (y con pocos a nivel internacional). En 1823, sin embargo, el experimento liberal llegaba a su fin; de nuevo violentamente. La Constitución fue derogada tras la invasión de los Cien Mil Hijos de San Luis; comenzaba una época de represión, de exilios y de tiranía.

Las lecturas que se han hecho de esos tres años se han mostrado tradicionalmente herederas de la propia polarización que se dio entonces. Así, una corriente ha entendido que el sistema cayó víctima de la radicalización de los liberales más exaltados, quienes llegaron al poder en julio de 1822. Esta lectura, expuesta por ejemplo en la interesante monografía de José Luis Comellas El trienio constitucional (Madrid, Rialp, 1963), entendía que en un primer momento Fernando VII habría aceptado el hecho consumado de que el país había apostado por la senda constitucional. Las vejaciones a las que se vio sometido, las movilizaciones callejeras y la violenta dialéctica de unos exaltados reunidos en la agresiva sociedad de los comuneros le habrían impelido a conspirar contra el régimen.

En opinión de Comellas, los liberales exaltados pertenecían a una generación más joven que la de los moderados. Eran portadoras de una nueva sensibilidad romántica, obsesionada con una concepción revolucionaria de la política. En cambio, los moderados eran herederos directos de la Ilustración y planteaban un avance más pausado. Fueron, sin embargo, incapaces de contener el ímpetu de la izquierda exaltada y de la reacción monárquica. Habría que señalar, en todo caso, que Comellas no se privó de críticas aceradas a este grupo de liberales, a quienes consideró brillantes teóricos, pero pésimos gestores, además de corruptos.

Por el contrario, existe una segunda corriente que ha responsabilizado a estos moderados de haber traicionado a la revolución, de haber temido más a los exaltados que al propio rey y sus acólitos. Esta lectura de unos moderados enemigos de un liberalismo “sincero” y responsables de haber desprestigiado a los leales al régimen y de ignorar, e incluso colaborar, con los realistas, ya existía entre los exaltados del propio Trienio. Esta fue la causa de la caída del régimen en opinión de liberales tan destacados como Juan Romero Alpuente y José María Torrijos. En el mundo académico esta tesis fue desarrollada por Alberto Gil Novales en El Trienio liberal (Madrid, Siglo XXI, 1980).

A entender de este autor, los moderados habrían querido consagrar las reformas decretadas en Cádiz, pero habrían temido desde el principio los movimientos populares. Los moderados habrían querido limitar el potencial social y democrático de aquella revolución desde el principio, habrían tachado a los exaltados de anarquistas y no habrían entendido la amenaza realista hasta que ya fue demasiado tarde. Desde 1820, el gobierno Argüelles habría desarticulado una serie de instrumentos que habrían sido capaces de radicalizar y salvar la revolución, caso de El Ejército de la Isla, que la había hecho posible, y las sociedades patrióticas, reuniones de politización de amplias capas de la población en sentido liberal.

Finalmente, una excelente monografía ha salido con motivo del bicentenario: El Trienio liberal. Revolución e independencia (1820-1823) de Pedro Rújula y Manuel Chust (Madrid, Los Libros de la Catarata, 2019). Excelente porque no busca tomar partido por ninguno de los bandos enfrentados en aquellos días de esperanza y violenta tensión. De hecho, superan la visión maniquea de un Trienio que no entienden como un fracaso. Así, señalan:

“en la política del Trienio nadie es lo que parecía, ni los moderados eran tan moderados ni los exaltados tan exaltados; ni el rey fue tan torpe como pretende ni la religión tan espiritual como proclamaban sus ministros; ni los insurgentes tan revolucionarios ni siquiera los realistas trasatlánticos tan serviles como se había pretendido” (p. 13)

El régimen que entonces se estableció en España demostró un enorme dinamismo para que se planteasen en su seno (prensa, cortes, manifestaciones, sociedades), las distintas lecturas que se podían hacer del liberalismo. Fue un tiempo violento, pero es que la sociedad heredera del Antiguo Régimen era violenta hasta unos límites hoy inconcebibles.

El sistema constitucional fue capaz de sobrevivir a un golpe de Estado (7 de julio de 1822) y a una guerra civil en Cataluña y el País Vasco. Las divisiones que se daban en su seno son el rasgo de una sociedad no condenada, sino políticamente madura. La caída no se habría dado sin la invasión del ejército francés, el cual nunca está de más recordar que permaneció en España hasta 1828. Es un dato que suelen obviar quienes recuerdan el grito que habría dado un pueblo supuestamente desengañado con el constitucionalismo: “Viva las Caenas!”.

Manuel Alvargonzález Fernández

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