Edgar Allan Poe y el inicio de la legislación internacional de los derechos de autor
I.
Es difícil acercarse a los clásicos.
Al sentirse observado desde la cima de la montaña de voluminosos estudios académicos sobre su obra es fácil olvidar que esos autores fueron personas como nosotros, con sus pequeñas ambiciones y fracasos. Si además añadimos el malditismo y la mitomanía a la ecuación, la persona real se vuelve casi indistinguible. Como dice David Foster Wallace en un artículo sobre Dostoievski: “Convertir a alguien en icono es convertirlo en una abstracción, y las abstracciones son incapaces de tener comunicación vital con la gente viva”.
Algo así sucede con Edgar Allan Poe. El éxito arrollador de su obra después de muerto (en curioso contraste con la relativa indiferencia que le prodigaron sus contemporáneos), combinado con el interesado retrato de él que hizo Baudelaire al introducirlo en Francia, ha terminado por convertirlo en uno de los malditos por excelencia. Un genio perturbado y de mal carácter, alcohólico impenitente y que despreciaba la vida mundana.
Esta visión generalizada ―icónica― de Poe se viene abajo cuando se acude a sus biografías. Sorprende encontrar en sus páginas a una persona bastante menos maldita de lo que supone la mitología popular, aunque sí desdichada. En plano literario, hallamos a un escritor preocupado por el escaso interés de los editores en publicar sus obras. Una falta de interés que estaba relacionada, como el propio Poe sabía, con la falta de una legislación internacional de los derechos de autor.
Como hemos visto en una entrega anterior, la toma de conciencia de la necesidad de proteger las obras artísticas no se produjo hasta finales del siglo XVIII, cuando nacen tanto el sistema de copyright anglosajón como el droit d’auteur continental.
Durante la primera mitad del siglo XIX, a medida que los diferentes países van aprobando sus respectivas leyes de propiedad intelectual, comienzan a verse las consecuencias de la falta de una armonización de las diferentes normas nacionales. Una vacío legal que afectaba a todos los escritores con la suficiente importancia como para tener ventas en el extranjero, pero que tuvo una incidencia especial en el desarrollo de la literatura estadounidense.
Estados Unidos tenía su propia normativa federal al respecto desde 1790, cuando se aprobó el Copyright Act, una copia casi exacta del Estatuto de la Reina Ana de 1710. Pero el problema para los escritores americanos no era la falta de protección en su propio país, sino la competencia desigual con los grandes escritores ingleses. En un momento en el que la dependencia cultural americana respecto a la antigua metrópoli seguía siendo enorme, resultaba mucho más rentable para un editor estadounidense publicar la última novela de, por ejemplo, Charles Dickens, sin tener que pagar ni un céntimo de derechos de autor, que apostar por algún nuevo talento nacional. Esto no hacía más que aumentar dicha dependencia cultural e imposibilitaba el nacimiento de una literatura propiamente americana.
Esta escasez ―en relación al tamaño y la importancia creciente del país― de escritores nacionales de renombre obsesionó a los grandes popes de la cultura de la época, pero la razón era sobre todo de orden material: sencillamente no resultaba rentable. La inmensa mayoría de escritores importantes de ese período tenían garantizada la subsistencia gracias a sus fortunas ―como los del círculo de trascendentalistas de Ralph Waldo Emerson, formado en su mayoría por individuos de la alta sociedad bostoniana― o a un suculento puesto en la administración, caso de Washington Irving, el padre de la literatura americana, que también era embajador. A los demás, les quedaban las revistas y los periódicos para tratar de hacerse un nombre practicando los estilos de moda.
Este era el caso, precisamente, de Edgar Allan Poe (1809-1849), que vivió la mayor parte de su vida trabajando como periodista, esperando el golpe de suerte que estaba siempre a la vuelta de la esquina, frustrado por no poder dedicarse por completo a la poesía y a la novela mientras acumulaba resentimiento hacia los relamidos escritores bostonianos. Lo paradójico del asunto es que muchos de los rasgos por los que hoy es recordado, como su maestría en el relato corto (que desarrolló forzado en gran medida por la limitación de espacio de las revistas en las que colaboraba) o el gusto por temáticas como el género gótico o de misterio (muy de moda por aquellos años) responden a la realidad de las condiciones materiales en las que desarrolló su trabajo.
Esta situación no solo afectaba a escritores americanos, sino que también molestaba a los europeos, sobre todo a los ingleses que veían como sus obras se vendían por millones sin que ellos recibieran la más mínima contraprestación. El caso de Dickens resulta paradigmático, al ser el escritor de más éxito de su generación. De hecho, hay constancia de un encuentro entre Dickens y Poe en 1842 en el que se habló sobre todo de la necesidad de una legislación internacional de derechos de autor. Al parecer, los dos hombres no se cayeron del todo bien, y Dickens no pudo o no quiso ayudar a Poe a encontrar editor en Inglaterra:
“He hecho todo lo que está en mi mano para llevar a cabo nuestra misión con éxito. Lamento decir que en vano. […] He hablado con los editores con los que tengo influencia, pero ninguno quiere arriesgarse. El único consuelo que puedo darle es que no creo que ninguna colección de piezas separadas de un escritor desconocido, a pesar de ser inglés, pudiera encontrar un editor en esta metrópoli ahora”.
Siete años después, Edgar Allan Poe moría en circunstancias más que extrañas, víctima de su propia personalidad, de las circunstancias de su vida y de un mercado editorial poco sensible al talento. Tenía cuarenta años.
En cuanto a la protección internacional de los derechos de autor, la situación seguiría más o menos igual durante las tres décadas siguientes.
La respuesta a esta situación insostenible llegaría desde Europa, concretamente desde Francia.
III
1878 fue un año importante para la cultura francesa. La Exposición Universal de París y el centenario de la muerte de Voltaire coincidieron con la fundación de la Association Littéraire et Artistique Internationale (ALAI). Esta asociación, presidida por Victor Hugo, tenía el objetivo de promover una convención internacional para la protección de los derechos de escritores y artistas. El objetivo se cumplió solo ocho años después, el 9 de septiembre de 1886, fecha en la que se firmó el Convenio de Berna, el primer tratado internacional para la protección de los derechos de autor sobre obras literarias y artísticas.
El convenio fue renegociado en 1896 (París), 1908 (Berlín), 1928 (Roma), 1948 (Bruselas), 1967 (Estocolmo) y 1971 (de nuevo en París), y sigue, en sus puntos esenciales, todavía en vigor. Es la norma fundamental del derecho internacional en materia de derechos de autor y ha sido ratificada por 176 estados. Además, en el tratado de 1967 firmado en Estocolmo se constituyó la Organización Mundial de la Propiedad Intelectual (OMPI), una nueva organización intergubernamental con sede en Ginebra (Suiza), en la que la iniciativa la llevan sus Estados miembros. Quedaba así finalizada la construcción de la estructura dedicada la protección de los derechos de autor, cuyos principios, consagrados en el Convenio de Berna siguen siendo los siguientes:
- Las obras originarias de uno de los Estados Contratantes (es decir, las obras cuyo autor es nacional de ese Estado o que se publicaron por primera vez en él) deberán ser objeto, en todos y cada uno de los demás Estados Contratantes, de la misma protección que conceden a las obras de sus propios nacionales (el principio del \»trato nacional\»).
- La protección no deberá estar subordinada al cumplimiento de formalidad alguna (principio de la protección \»automática\»).
- La protección es independiente de la existencia de protección en el país de origen de la obra (principio de la \»independencia\» de la protección). Empero, si en un Estado Contratante se prevé un plazo más largo de protección que el mínimo prescrito por el Convenio, y cesa la protección de la obra en el país de origen, la protección podrá negarse en cuanto haya cesado en el país de origen.
IV
Como hemos visto, la firma del Convenio de Berna puso fin a un largo siglo de desprotección internacional en materia de derechos de autor. Solo tres años antes de su firma, en 1875, el cuerpo de Edgar Allan Poe, ahora convertido en una celebridad, se trasladó a un monumento en el cementerio de Baltimore.
Hoy en día su obra sigue publicándose e influyendo a escritores y artistas de todo el mundo.