Cabalgando la contradicción. La propiedad intelectual y los derechos de autor

«La demanda acabará en risas y tú te irás libre de cargos».

—Horacio.

 

Hace unos años, en una entrevista sobre su trayectoria como unos de los críticos literarios más relevantes (y temidos) de la historia reciente, Ignacio Echevarría aseguraba sentir una suspicacia instintiva hacia el concepto de propiedad intelectual: “El concepto de propiedad intelectual me parece un oxímoron, y me repugna instintivamente. En principio no simpatizo con el concepto, y sospecho de toda normativa a este respecto”.

Las palabras de Echevarría, más allá de su carácter anecdótico, reflejan un sentimiento muy extendido hacia todo lo que tenga que ver con los derechos de autor y la propiedad intelectual. Sienten esta desconfianza instintiva tanto los agentes del sector cultural a los que la normativa de propiedad intelectual afecta directamente, como los consumidores de sus productos culturales, que ven con sospecha las normas para combatir la piratería y a las organizaciones que las promueven (básicamente a la SGAE, capaz de unir a la siempre fragmentada sociedad española en común sentimiento de desprecio).

Esta desconfianza viene de lejos, los autores siempre han desconfiado de sus editores, los editores siempre han desconfiado de los agentes de sus autores. Todos conocemos casos de malvadas compañías discográficas que, gracias a contratos abusivos, ganaron millones a costa del sudor de artistas que nunca fueron recompensados debidamente por sus obras. Las disputas por derechos de autor han sido una constante dentro del mundo cultural. María Kodama, viuda y celosa albacea de la obra de Jorge Luis Borges, es presentada habitualmente como una villana de tebeo, caprichosa y vengativa.

En una época autodenominada pomposamente como Era Digital, cuando las tecnologías de la información y comunicación parecen poner al alcance de la mano la utopía de una cultura libre, el sentimiento de desconfianza hacia el concepto de propiedad intelectual no ha hecho más que crecer. Así, para mucha gente el propio término es una contradicción. Lo intelectual no debería ser propiedad exclusiva de nadie, sino de la humanidad en su conjunto. Según esta visión, la propiedad intelectual sería un constructo creado por oscuras multinacionales para mantener su control del mercado y oprimir tanto a creadores como consumidores. La SGAE es el enemigo y a nadie le cae bien Teddy Bautista.

Paradójicamente (o no), esta visión de la propiedad intelectual se convierte en hegemónica en el momento en que esta disciplina se hace más importante dentro del mundo jurídico. Se suceden las reformas de las leyes de propiedad intelectual, los pleitos se multiplican y la figura del especialista en estos temas comienza a estar cada vez más cotizada. Surgen alternativas al copyright como copyleft o creative commons y se publican libros proponiendo diferentes modelos acordes con determinadas visiones políticas.

Y, en el centro de la tormenta, una pregunta que pocos parecen interesados en responder: ¿Qué demonios es la propiedad intelectual?

Porque, si hay algo comparable a la desconfianza generalizada hacia la propiedad intelectual, eso es su desconocimiento. Pese a que es raro el día que no nos las veamos con algún asunto relacionado con la materia (¿a quién no le han eliminado un vídeo de Facebook por incumplir su normativa referente a los derechos de autor?), la ignorancia al respecto no puede estar más extendida.

Por eso, para remediar el desconocimiento en torno al concepto y solventar sus contradicciones, comenzamos con esta serie de artículos sobre el tema con el objetivo de aclarar conceptos, resolver dudas y abrir debates. Porque todo debe ser cuestionado, pero despreciar lo que se desconoce es propio de necios.

Vale, todo eso está muy bien, pero ahora en serio, ¿qué demonios es la propiedad intelectual?

Bien. Resumiendo, la propiedad intelectual es el conjunto de derechos que tienen los autores sobre sus creaciones originales.

¿Y los derechos de autor? ¿Son la misma cosa?

Pues sí y no. En el ámbito internacional (es decir, en el derecho internacional y en las normas de la Organización Mundial de la Propiedad Internacional), la propiedad intelectual incluye tanto los derechos de autor (derechos asociados a obras artísticas, literarias o científicas) como la propiedad industrial (relacionados con las invenciones, patentes y marcas). En cambio, en el derecho español la propiedad industrial queda fuera del ámbito de la propiedad intelectual y se regula por su normativa específica.

Por lo tanto, en España pueden utilizarse los dos términos indistintamente para referirse a los derechos que corresponden a los autores y otros titulares (artistas, productores, editores, et al.) respecto a las obras y prestaciones fruto de su creación. Estos derechos pueden ser de dos tipos: morales y patrimoniales.

Los derechos morales protegen la autoría y la integridad de la obra. Estos derechos no prescriben, no se pueden ceder y son independientes de la licencia de la obra.

Los derechos patrimoniales son aquellos derechos económicos o patrimoniales derivados de la explotación de una obra. Estos derechos son transferibles (se pueden vender, ceder o compartir, haya o no interés económico) y son limitados en el tiempo. En España los derechos de autor están vigentes durante toda la vida del autor y, tras la muerte de éste, setenta años más (siempre que el autor haya muerto en una fecha posterior a 1987, para los autores fallecidos antes de esa fecha el plazo es de 80 años). Una vez haya pasado ese plazo, la obra en cuestión pasaría a ser de dominio público y podrán ser explotadas por cualquier persona, siempre que respete los derechos morales que, como hemos visto, son ilimitados en el tiempo.

Cómo es fácil deducir, son los derechos patrimoniales los que generan más problemas, sobre todo cuando hablamos de obras cuya explotación sea especialmente rentable.

Años después de la entrevista con la que abríamos este artículo, el propio Ignacio Echevarría se vio envuelto en un enredo judicial con la propietaria de los derechos del escritor chileno Roberto Bolaño, en el que los derechos de autor se mezclaban con antiguos rencores. Cuando finalmente fue absuelto de las acusaciones, el crítico recordaba un epígrafe de Horacio rescatado por Bolaño para abrir Putas asesinas: «La demanda acabará en risas y tú te irás libre de cargos».

A veces, la vida nos obliga a cabalgar sus contradicciones. Mejor que nos pille preparados y así podamos irnos entre risas y, claro, libres de cargos.

Alejandro Alvargonzález Fernández

Abogado

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