Entre el tormento y el éxtasis: el encargo de obra y la propiedad intelectual

«Usted puede comprar mi tiempo, pero no mi mente.»

Miguel Ángel Buonarroti

«Los artistas son trabajadores, no mejores que los zapateros», le espetó Lodovico di Leonardo Buonarroti a su hijo Miguel Ángel cuando éste le comunicó que deseaba dedicarse al arte. Y es que hasta ese momento los escultores y pintores eran artesanos, no artistas, con todo lo que eso conllevaba. Pero el bueno de Ludovico di Leonardo (que terminó cediendo ante la proverbial cabezonería de Miguel Ángel) se hubiera quedado de piedra si le hubiesen dicho que en unos años, su hijo, ya convertido en artista, se atrevería a enfrentarse al mismísimo papa.

Y no a cualquier papa. Julio II (1443 – 1513) ha pasado la historia como el Papa Guerrero o el Papa Terrible y tenía más que ver con un soberano absolutista que con lo que hoy consideramos un líder espiritual. Y los soberanos necesitan tumbas a la altura de su gloria, así que a principios del siglo XVI encargó el diseño de su propio mausoleo a Miguel Ángel, que en ese momento ya era muy conocido por sus trabajos en la ciudad de Florencia.

Al principio, la megalomanía del florentino encajaba bien con el narcisismo de Julio II y la relación era buena. El artista se obsesionó con el proyecto, que veía como la obra de su vida, y el papa, halagado, lo aprobó sin reparar en gastos. Pero estos no hacían más que aumentar, lo que unido al exasperante perfeccionismo de Miguel Ángel terminó por cansar al papa, que además estaba enfrascado en la construcción de la basílica de San Pedro.

Se cancela el encargo, el artista se enfurece y se va de Roma. Al poco tiempo el papa lo llama de nuevo para encargarle la pintura de los frescos de la bóveda de la Capilla Sixtina. Miguel Ángel, que se considera escultor y no pintor, rechaza a los mensajeros del papa de malas formas. Se inicia un periodo de tensión entre soberano y artista durante el que se llega a plantear la excomunión. Al final, los dos ceden: Julio II sabe que no hay un artista comparable al florentino y este quiere, ante todo, terminar el mausoleo.

El conflicto entre Miguel Ángel y Julio II ejemplifica de manera arquetípica el choque entre los creadores y aquellos que les realizan un encargo, ya sean estos sus mecenas (como en el Renacimiento) o sus empleadores, editores o productores.

Han pasado quinientos años desde entonces, y los artistas ya no se enfrentan a papas ni a príncipes, cuyo lugar han ocupado las facturas impagadas y los contratos abusivos. A diferencia de los artistas del Renacimiento, el artista contemporáneo cuenta con un sistema que reconoce la propiedad intelectual. Aun así, la mayoría de los artistas siguen subsistiendo gracias a las obras por encargo. Algunos trabajan para compañías creativas como diseñadores o escritores, otros trabajan como empleados en el sector publicitario o en el de los videojuegos, muchísimos de ellos trabajan como autónomos.

La pregunta que esta situación plantea desde el lado de la propiedad intelectual, parece clara: ¿aceptar un encargo supone una cesión de los derechos de propiedad intelectual?

Lo que dice la ley

Lo primero que es necesario aclarar es que, en el ordenamiento continental de derechos de autor, lo que se cede son siempre los derechos de explotación de una obra, ya que los derechos morales son intransmisibles.

Dicho esto, quien acuda al Texto Refundido de la Ley de Propiedad Intelectual (TRLPI) en busca de una respuesta se llevará una decepción: la única mención al encargo de obra se encuentra en el art. 59, en el que se lo excluye como objeto del contrato de edición. Es necesario acudir a la definición general de arrendamiento de obras recogida en el art. 1544 del Código Civil: «En el arrendamiento de obras o servicios, una de las partes se obliga a ejecutar una obra o a prestar a la otra un servicio por precio cierto».

Pero esto no nos ayuda demasiado a clarificar qué sucede con los derechos de propiedad intelectual. Así que no nos queda otra que acudir a las disposiciones generales del TRLPI para la transmisión de derechos de autor, recogidas en el Capítulo V del Título I de la ley.

Allí vemos que la ley fija como requisito para la cesión de derechos su formalización por escrito (art. 45) y, si esta cesión es exclusiva, obliga a pactarlo expresamente (art. 48). También establece, en el art.43, una serie de limitaciones para el caso en el que no se mencione el tiempo (cinco años), el ámbito territorial (el país en el que se realice la cesión) y las modalidades de explotación de la obra («aquella que se deduzca necesariamente del propio contrato y sea indispensable para cumplir la finalidad del mismo»).

Además de estas disposiciones generales, el TRLPI sí especifica que ocurre en el caso de los trabajadores asalariados. Su art. 51 presume una cesión exclusiva a favor del empresario.

Tampoco parece haber dudas para el caso de aquellos artistas que hagan encargos dentro del sector publicitario, ya que en este caso es la Ley General de Publicidad la que presume, salvo pacto en contrario, una cesión exclusiva a favor de la agencia o el anunciante.

Así que la situación está clara cuando hablamos de una transmisión en caso de contrato de trabajo o de un encargo publicitario, no así cuando se trata de un simple contrato de obra. ¿Qué sucede si hay un encargo de un logo a un diseñador freelance sin un acuerdo explícito sobre la cesión de derechos? ¿Puede el diseñador exigir que se firme otro acuerdo diferente para la explotación de la obra?

Para encontrar una(s) respuesta(s), es necesario acudir a las sentencias de los tribunales.

Lo que dicen los tribunales

Los tribunales han venido tradicionalmente defendiendo que, atendiendo a la exigencia fijada por el TRLPI (arts. 45 y arts.48) de que toda cesión exclusiva de derechos se realice de forma expresa y por escrito, un encargo de obra no supone una cesión de derechos de autor. Según esta interpretación, el comitente (la persona que desempeña el encargo o mandato) adquiere: «la propiedad de la obra, pero entendiendo ésta como aquél bien material que sirve de soporte a la actividad creativa, pero nada más, siendo en el momento de la entrega de la obra cuando se produce la adquisición» (S. de Audiencia Provincial de Baleares de 30 de julio de 2010). Una persona que encargue a otro una obra, si no lo pacta expresamente sólo adquirirá la obra entendida como objeto material, no el derecho para su explotación. Esta interpretación puede tener sentido para un encargo entre dos particulares, pero también puede dar lugar a situaciones absurdas cuando se trate de un encargo que por su propia naturaleza conlleve (o debiera conllevar) una cesión de derechos, como la filmación de un videoclip o la entrega de un logo corporativo.

Por otro lado, existe una interpretación opuesta que sí entiende que un encargo de obra puede dar lugar a una cesión de derechos siempre que concurran ciertas condiciones. Así, para el Tribunal Supremo, tal y como argumenta en la STS de 18 de diciembre de 2008, el hecho de que el TRLPI no regule específicamente el encargo de obra supone una laguna que debe resolverse por analogía: si el art.51 TRLPI presume una cesión exclusiva para el empresario en el caso de creaciones de trabajadores asalariados, debe presumirse lo mismo para el encargo de obra cuando se cumplan dos presupuestos: «(1) que se trate de una creación no espontánea del cedente, contratista, sino [que se haya realizado] a instancia del cesionario, dueño de la obra (así lo llama el código y la doctrina civil) y (2) la enajenación del resultado del trabajo».

Conclusión

Aunque la respuesta a los interrogantes relacionados con la propiedad intelectual que plantea el encargo de obra está lejos de ser unánime, parece razonable aceptar que en ciertos casos un encargo de obra pueda dar lugar, por sí mismo, a una cesión de derechos, siempre que esta cesión «esté limitada a aquellos derechos estrictamente necesarios para el cumplimiento de la finalidad del contrato» (S. Audiencia Provincial de Barcelona, de 23 de noviembre de 2017).

Para determinar en qué casos se produce la cesión de derechos sería entonces preciso atender entonces a la naturaleza de cada contrato y exigir que se cumplan unos requisitos similares a los expuestos por el Tribunal Supremo en la sentencia comentada anteriormente.

Con todo, el asunto sigue siendo objeto de controversia, por lo que habrá que atender a las futuras sentencias de los tribunales para ver cuál es la interpretación dominante.

Por cierto, poco antes de morir, Miguel Ángel se refirió a la tumba de Julio II, que finalmente se instaló en la iglesia de San Pietro in Vincoli de Roma, como la mayor tragedia de su vida. Y es que las relaciones entre los artistas y los comitentes son así, siempre moviéndose entre el tormento y el éxtasis, como bien supo reflejar la extraordinaria película de Carol Reed de 1965 que retrata ese episodio histórico.

Alejandro Alvargonzález

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