«Eso es otro de los asuntos que quiero que quede claro. No son TUS personajes, son NUESTROS. Y no hace falta que te recuerde la letra pequeña de los albaranes».
El gran Vázquez (Oscar Aibiar, 2010).
En una escena de la película El gran Vázquez, su protagonista el dibujante y creador de historietas Manuel Vázquez Gallego consigue engañar a su jefe en la editorial Bruguera entregándole una carpeta llena de páginas con sólo las esquinas dibujadas. El jefe cuenta las páginas por las esquinas sin sospechar que el resto de las páginas está en blanco y le felicita por su trabajo.
Anécdotas como esta contribuyeron en su momento a crear la imagen de Vázquez como golfo antológico y moroso profesional. Una imagen que él mismo fomentó y no dejó de plasmar en sus propias historietas (y no sólo él, es sabido que el deudor que espanta a los acreedores del ático del 13, Rue del Percebe de Francisco Ibáñez está inspirado en Vázquez). Pero esa imagen de sinvergüenza simpático y vividor también puede entenderse como la forma de rebelarse de un artista sometido por unas circunstancias, las del autor asalariado, que en ese tiempo (el tardofranquismo) y lugar (Bruguera) podían alcanzar niveles delirantes.
A mediados de los sesenta, la editorial Bruguera era una gigantesca multinacional de la edición que publicaba de todo (tebeos, novelas de quiosco, revistas, clásicos de bolsillo, etcétera) y controlaba todas las etapas del proceso productivo. En ella, los autores eran despojados por contrato de la propiedad de sus creaciones, y en muchas ocasiones estaban obligados a firmar con seudónimo. Son paradigmáticos los casos de los autores de novelas del oeste como Manuel Lafuente Estefanía, que utilizó seudónimos como Tony Spring, Arizona, Dan Lewis o Dan Luce; y Francisco González Ledesma, que bajo nombre de Silver Kane llegó a publicar casi una novela semanal.
Ante una situación así, no es de extrañar que los autores recurrieran a la picaresca para tratar de trabajar lo menos posible. La reutilización de tramas y el autoplagio eran técnicas habituales. Lo único que diferenciaba a Vázquez de sus compañeros es el grado de perfección que alcanzó en su sinvergonzonería.
Pero más allá de la anécdota, la situación de los creadores en Bruguera plantea una serie de problemas relacionados con la propiedad intelectual que siguen siendo relevantes hoy en día. ¿Puede un autor asalariado exigir el reconocimiento de su condición de autor de una obra? ¿Tiene algo que decir si el empresario decide modificar la integridad de una obra de su autoría? ¿Qué ocurre con los derechos morales?
En el mercado de trabajo actual,es frecuente el caso de los creadores que, como los escritores de Bruguera, trabajan para empresas a cambio de un salario. Lo primero es aclarar que las obras creadas por estos autores tendrán la consideración de obras protegidas por los derechos de autor siempre que cumplan las tres condiciones que exige la Ley de Propiedad Intelectual en su artículo 10: que sean obras de carácter literario, artístico o científico, que sean originales y que se expresen por cualquier medio o soporte (las ideas, por sí mismas, no están protegidas por la LPI). Es decir, no todo lo que cree un autor asalariado tiene que estar necesariamente protegido por las normas de la propiedad intelectual. El estatus jurídico de las normas que cumplan esas condiciones está regulado en el artículo 51 de la misma ley:
«Artículo 51. Transmisión de los derechos del autor asalariado.
1. La transmisión al empresario de los derechos de explotación de la obra creada en virtud de una relación laboral se regirá por lo pactado en el contrato, debiendo éste realizarse por escrito.
2. A falta de pacto escrito, se presumirá que los derechos de explotación han sido cedidos en exclusiva y con el alcance necesario para el ejercicio de la actividad habitual del empresario en el momento de la entrega de la obra realizada en virtud de dicha relación laboral.
3. En ningún caso podrá el empresario utilizar la obra o disponer de ella para un sentido o fines diferentes de los que se derivan de lo establecido en los dos apartados anteriores.
4. Las demás disposiciones de esta Ley serán, en lo pertinente, de aplicación a estas transmisiones, siempre que así se derive de la finalidad y objeto del contrato.
5. La titularidad de los derechos sobre un programa de ordenador creado por un trabajador asalariado en el ejercicio de sus funciones o siguiendo las instrucciones de su empresario se regirá por lo previsto en el apartado 4 del artículo 97 de esta Ley».
En este caso, la ley es flexible y otorga preferencia a lo pactado en el contrato laboral. Lo firmado en el contrato será válido, siempre que se respete el derecho del autor de reconocerse como autor de la obra. Corresponde al empresario exigir el reconocimiento de la autoría de su trabajador, salvo que este reconocimiento perjudique a la explotación normal de la obra, algo que es habitual en muchos sectores.
Para el caso de que no se haya pactado nada referente a los derechos de autor en el contrato de trabajo, la ley presume que existe una cesión en exclusiva de los derechos de autor de sus creaciones a favor del empresario. Aunque está cesión es exclusiva, no es ilimitada, la empresa podrá explotar la obra sólo en la medida necesaria para llevar a cabo la actividad empresarial. Si el empresario se excediera y explotase la obra con fines distintos al desarrollo de su actividad empresarial, el art. 51.3 LPI. establece que el autor podría tener derecho a una remuneración. Además, esta explotación sólo se podrá realizar durante el plazo de cinco años y en el territorio nacional.
Como decíamos, la LPI deja un amplio margen a la voluntad de las partes, pero eso también tiene sus problemas. ¿Qué ocurre con los derechos morales? ¿No habíamos quedado en que eran intransmisibles?
Ya hemos visto que el autor tiene derecho a que se reconozca su derecho a manifestar la autoría de la obra, pero que ese derecho está supeditado a las necesidades reales del empresario para su explotación. Lo mismo ocurre con la integridad de la obra, el empresario está obligado a impedir cualquier alteración de la misma. Ahora bien, hay ocasiones en las que el empresario puede estar obligado a alterar la integridad de una obra para poder explotarla correctamente. Podrá hacerlo siempre que sea conforme a la buena fe y a las necesidades reales de su empresa.
Por lo tanto, aunque el trabajador mantiene los derechos morales sobre su obra, es inevitable que en ciertas ocasiones se produzca una merma en las facultades que estos derechos le otorgan[1], siempre que esté justificada en la explotación empresarial de la obra y se haya pactado en el contrato.
Pero imaginemos que lo pactado en un inicio se revela insuficiente con el pacto del tiempo. Para los casos en los que hay una manifiesta desproporción entre la remuneración pactada y los beneficios del empresario, la LPI prevé en su artículo 47:
«Si en la cesión se produjese una manifiesta desproporción entre la remuneración inicialmente pactada por el autor en comparación con la totalidad de los ingresos subsiguientes derivados de la explotación de las obras obtenidos por el cesionario o su derechohabiente, aquel podrá pedir la revisión del contrato y, en defecto de acuerdo, acudir al Juez para que fije una remuneración adecuada y equitativa, atendidas las circunstancias del caso».
Esta revisión la podrá exigir el autor en los diez años siguientes a la firma del contrato, siempre que no exista un pacto acordado al efecto.
Como vemos, en el contrato está la clave de bóveda de todo el asunto. Para evitar sorpresas desagradables, tanto el autor asalariado como el empresario deben de ser exigentes a la hora negociar las condiciones de su contrato de trabajo y ser siempre conscientes de lo que pactan.
Esa conciencia no existía en Bruguera, que pasó de ser una gigantesca cárcel de creadores insatisfechos a declararse en quiebra en los años ochenta tras la demanda de Francisco Ibáñez para recuperar sus personajes más conocidos, que Bruguera pretendía quedarse en exclusiva: Mortadelo y Filemón.