A 90 años de la proclamación de la eternamente polémica Segunda República española, ha llegado el momento de reseñar la Carta Magna en torno a la que se articuló ese proyecto político. El acercamiento a dicho texto lo abordaré atendiendo a diversos artículos de Andoni Pérez Ayala, Javier Corcuera Atienza y Joaquín Varela Suanzes-Carpegna.
En primer lugar, habría que señalar que la de 1931 fue una Constitución de ruptura con prácticamente todo el constitucionalismo español previo. Téngase en cuenta que, desde los comienzos de la contemporaneidad, el espíritu político institucionalizado había sido mayormente el de un liberalismo conservador y doctrinario que habían recogido en sus constituciones una declaración de derechos limitada y habían reconocido un principio de soberanía compartida entre el Rey y las Cortes. Tal fue el caso de las dos experiencias constitucionales más longevas hasta ese momento, la de 1845 que articuló el reinado de Isabel II (1844-1868) y la de 1876, vigente en el de su hijo Alfonso XII (1875-1885) y su nieto Alfonso XIII (1902-1931), además de la regencia de María Cristina de Habsburgo (1885-1902).
Es cierto, sin embargo, que la de 1931 sí bebió de sus predecesoras más radicales, caso de la revolucionaria de Cádiz de 1812, la de la monarquía democrática de 1869 y la de la Primera República de 1873, texto este último que nunca entró en vigor. Pero en última instancia, la Segunda República amoldó su constitución al constitucionalismo de entreguerras en un mundo que acababa de superar la Primera Guerra Mundial (1914-1918), y que vivía a la sombra de las experiencias revolucionarias de 1917.
Las grandes influencias internacionales fueron la Constitución de México de 1917, la de Alemania de 1919 y la de Austria de 1920, sobre todo estas dos últimas. Estas constituciones ampliaban considerablemente el marco democrático y establecían nuevas herramientas de participación, como la iniciativa legislativa popular y el sufragio femenino. Así, por ejemplo, el artículo 66 regulaba por primera vez en España el referéndum. Establecían también un Estado social, sólo esbozado previamente en Francia por la jacobina de 1793 (la cual nunca entró en vigor) y la de 1848 que había regido en su Segunda República.
Es decir, la Constitución de 1931 fue la primera que aspiró a establecer una democracia social en España. Así se sostiene de forma tajante en su artículo primero, por el que se define como una “República democrática de trabajadores de toda clase”. Superaba también la concepción liberal de igualdad, concebida como igualdad ante la ley (así definida también en su artículo 2), pero le daba una amplitud social que no se había reconocido de forma constitucional hasta ese momento. Así, en su artículo 25 apunta: “No podrán ser fundamento de privilegio jurídico: la naturaleza, la filiación, el sexo, la clase social, la riqueza, las ideas políticas ni las creencias religiosas.”. Entre otras cuestiones, esto suponía el reconocimiento del sufragio universal de las mujeres, adelantándose a países como Francia, Bélgica o Suiza.
El tercer pilar de la República, consagrado en su artículo 3, fue la rígida separación de la Iglesia y el Estado. Quizá en las cuestiones religiosas es donde el texto cometió sus mayores errores, así al menos lo consideró Varela Suanzes. No se limitaba a establecer un Estado aconfesional, sino que tenía un componente anticlerical que alejó del proyecto republicano a una derecha liberal moderna que había participado del gobierno provisional. Un caso paradigmático sería Miguel Maura.
Se apunta de manera concisa que “El Estado español no tiene religión oficial”, recuperando el artículo 35 de la Constitución de la Primera República que señalaba: “Queda separada la Iglesia del Estado”. Pero en el artículo 26 forzaba la extinción en España de la Compañía de Jesús y prohibía en firme cualquier tipo de colaboración económica entre el Estado, los municipios y las autonomías con instituciones religiosas. También se acababa de forma constitucional con la posibilidad de reconocer una educación religiosa en las escuelas, la educación debía ser “laica”. Se puede entender por la áspera tendencia anti liberal y anti democrática de la Iglesia española y por el posicionamiento en general de la Iglesia católica en ese momento en que cierto dictador fascista italiano contaba con su agradecido apoyo. Pero dinamitó el consenso que requiere todo proceso constituyente.
Quedaba así definida una república democrática, social y laica. Las aspiraciones del texto fueron nobles, en el artículo 48 señalaba, por ejemplo: “La República legislará en el sentido de facilitar a los españoles económicamente necesitados el acceso a todos los grados de enseñanza, a fin de que no se halle condicionado más que por la aptitud y la votación”. Esto respondía al eterno ideal liberal de la meritocracia.
Aunque no se puede negar que las bases del Estado social estaban ya en la España de la Restauración, especialmente en los gobiernos de Canalejas y Dato. En 1883 se había creado la Comisión de Reformas Sociales, pero fue la Constitución de 1931 la que definió oficialmente un Estado intervencionista. El Estado podía socializar propiedades privadas y legislar políticas de protección social. Todo ello se reguló en el Capítulo II Título III “Familia, economía y cultura”.
Otro aspecto interesante, por su actualidad, es el territorial. La tradición liberal española había sido férreamente centralista. Incluso sus proyectos más progresistas (Constitución de 1812 por ejemplo) se habían limitado a reconocer la autonomía de los poderes municipales, no de las regiones. Sin embargo, hay que incidir de nuevo en que el camino seguido por la nueva República había sido ya planteado de forma extraconstitucional por el régimen de la Restauración. La gran ventaja de la Constitución de 1876 es que dejaba muchas cuestiones clave al margen de su articulado, lo que había garantizado su flexibilidad. Y flexible se mostró cuando se reconoció dentro de España la existencia de la Mancomunidad de Cataluña (1914-1925), que había unificado en una única región a las cuatro diputaciones catalanas.
El problema nacionalista en 1931 era de urgente gravedad tanto en el País Vasco como en Cataluña, y la República trató de ofrecer una solución. Su modelo territorial no fue tan radical como el propuesto en la Primera República, cuya Constitución había previsto un Estado federal inspirado en los modelos de Estados Unidos y Suiza, pero daba margen al reconocimiento de la autonomía por parte de municipios y regiones con respecto al Estado integral (art. 1). En 1932 se reconoció el autogobierno de Cataluña y en el 36 el del País Vasco. En Galicia nunca entró en vigor debido al estallido de la guerra, pero se había aprobado por referéndum.
Como cierre, habría que insistir en que se trató con la de Constitución de Cádiz del texto constitucional español de mayor repercusión internacional. Influyó enormemente en la Constitución italiana de 1947, en la regionalización belga de la década de 1960 y en el proceso de “devolution” que se llevó a cabo en Gran Bretaña. Es también la única constitución española que se tuvo verdaderamente en cuenta en la constituyente de 1978.
Un texto interesante de una República inestabilizada por el alzamiento militar de Sanjurjo de 1932, la revolución de 1934, un difícil contexto internacional, además de los dramas consecuencia de las graves desigualdades sociales heredadas y una clase política que se dejó llevar por una fratricida polarización.
Manuel Alvargonzález Fernández