La primera constitución de la historia de Europa

Hay en la historia un caso verdaderamente extraordinario, tanto por su sorprendente radicalidad como por el evidente olvido del que ha sido objeto. Resulta lugar común tomar a la Francia revolucionaria y su constitución monárquica de 1791 como el arranque del constitucionalismo europeo, así sigue figurando en libros de texto escolares que se manejan hoy día en nuestros institutos. El aserto, sin embargo, es inexacto, y el país que cuenta en el continente con el honor de dotarse primeramente con una constitución que reconozca la soberanía nacional y la división de poderes, además de conformar el primer ministerio de educación, es Polonia. La omisión de su constitución del 3 de mayo de 1791 (la francesa no se aprobó hasta septiembre), sencillamente es consecuencia del absoluto desdén por las posibles aportaciones del este europeo.

Del mismo modo, es indudable que la Revolución francesa que comenzó en 1789 —que supuso una transformación que cambió el mundo y se vio acompañada de episodios ampliamente conocidos, como el Terror jacobino, la guillotina o el ascenso al poder de Napoleón Bonaparte— es un acontecimiento de referencia en la historia política. En cambio, es mucho menos transitado otro fenómeno de amplia envergadura: el reparto de Polonia entre sus vecinos Austria, Prusia y Rusia. Un país de dimensiones mayores que la España actual y de gran trayectoria histórica fue arrasado por sus vecinos y borrado del mapa. Polonia no recuperaría su independencia hasta el fin de la Primera Guerra Mundial.

A comienzos de la década de 1780, Polonia había sido ya víctima de la agresividad de sus vecinos y de su propia inestabilidad interna. Su monarquía no era hereditaria, sino electiva entre los miembros de su nobleza, lo que podía desembocar en fratricidas enfrentamientos, como de hecho ocurrió. La debilidad del reino era tal que se la conocía como la república de la anarquía. A una situación tan extrema quiso poner punto final su último monarca, Estanislao II Augusto Poniatowski, amplio conocedor del pensamiento ilustrado y dispuesto a acabar con los problemas crónicos de Polonia.

En la década de 1780 la situación internacional parecía ponerse de su parte. Rusia, la eterna enemiga, estaba en guerra contra Turquía y Suecia y no podía atender debidamente a los asuntos polacos. Prusia y Austria tenían otros problemas y tendrían que girar su atención a los terribles acontecimientos que desde 1789 azotaron Francia.

Estanislao II promovió una revolución desde arriba que compartía en espíritu ilustrado de las de Estados Unidos y Francia, pero no se vería acompañada de derramamiento de sangre. El resultado debía ser una monarquía moderna y eficiente, admirada por el mundo. Así, durante cuatro años, el Sejm discutió una nueva ley suprema que intimidó a sus vecinos por su potencial revolucionario en un momento en que Francia se tambaleaba.

La Constitución del 3 de mayo proclamaba en su prólogo que debía “arraigar la libertad”, además de que su articulado podía modificarse de acuerdo con la voluntad del pueblo. La integridad del Estado, la libertad civil y el orden social se declaraban, en el artículo V, como la finalidad de la división de poderes (artículo V). El poder legislativo recaía en el Sejm, el ejecutivo en el rey y el judicial en tribunales independientes. El rey, además, gobernaba con un Consejo llamado “guardián de las leyes”, y a las leyes estaba subordinado (artículo VI). Tampoco nombraba a los jueces, quienes eran elegidos por magistrados instituidos para tal fin y ajenos igualmente al legislativo (art. VIII).

Otro aspecto interesante, es el de la libertad religiosa, declarada en su artículo I. Por una parte, se señalaba que Polonia (rodeada por la ortodoxa Rusia y la protestante Prusia), era un país católico y que para ejercer cargos políticos había que practicar dicho credo. Esto la separaba de la Constitución de los Estados Unidos, que dejaba las creencias religiosas a la conciencia individual y privada. Pero, a la vez, la del 3 de mayo señalaba: “Sin embargo, siendo el amor al prójimo uno de los preceptos de esta fe santa, debemos ofrecer a todas las personas, cualquiera que fuere su confesión, la paz en sus prácticas religiosas bajo la protección del gobierno. Por lo tanto, garantizamos la libertad de todo culto y religión en los territorios polacos conforme a las leyes nacionales.”

La Constitución no acababa con el sistema estamental, quizá el aspecto más arcaizante del nuevo orden. Pero sí incorporaba novedades propias de la nueva concepción política e incorporaba a la nación como nuevo centro político.

La del 3 de mayo sí se ganó la admiración del mundo. La Santa Sede la consideró modélica y Thomas Jefferson, entonces embajador en París, afirmó que era superior a la Constitución francesa y de una relevancia histórica comparable a la de los Estados Unidos. Se constataba, igualmente, que la revolución se pudiese hacer con el rey y no necesariamente contra él.

Pero, rodeada de imperios autocráticos, la monarquía constitucional polaca no pudo sobrevivir. Una parte de la nobleza, perjudicada por las reformas, se unió en la Confederación de Targowica bajo el amparo de Rusia. El país caía de nuevo en la guerra. Austria, Rusia y Prusia intervinieron para acabar con el foco desestabilizador polaco y finalmente destruyeron un país que se desmanteló entre 1793 y 1795. En la invasión brilló Tadeo Kósciuszko como defensor de la libertad polaca. Pero el país perdía su independencia.

En 1977, cuando el presidente de los Estados Unidos, Jimmy Carter, visitaba la Polonia comunista recordaba que aquel era el país que con Francia y los propios Estados Unidos, había dado inicio a los países libres en el siglo XVIII.

Manuel Alvargonzález Fernández

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