El 17 de julio de 1834 tuvo lugar en Madrid una matanza de frailes en la que tuvo una participación activa la principal fuerza de seguridad de la época, la Milicia urbana. Se trataba de un cuerpo paramilitar de voluntarios, muchos de los cuales ansiaban su ocasión para vengarse de la Iglesia Católica, uno de los principales sostenes de la salvaje represión política del reinado de Fernando VII. El rey había fallecido menos de un año antes de una apoplejía cerebral.
Aquel mes de julio hubo una alternancia constante de tormentas y olas de calor, sumadas al azote del cólera que todos los días llevaba consigo varias víctimas mortales sin que se conociese bien el origen de la enfermedad ni su medio de transmisión. El pánico ante sus efectos devastadores se plasmó en la prensa en un entorno agobiante en que se reabrieron cicatrices y rencores en una sociedad dividida que caminaba ciega a una gran catarsis colectiva. La enfermedad y la crueldad climática de aquel crudo verano fueron las gotas que colmaron el vaso de un Madrid envilecido por la guerra carlista, la represión y la pobreza.
Desde el primer día de julio la prensa dejó constancia de la aparición de rumores que lanzaban acusaciones sobre supuestos causantes de la difusión de la enfermedad, aunque dichos rumores no parecían lanzados por los futuros verdugos, sino más bien por quienes serían víctimas de la creciente tensión en muy pocos días Así, a la vez que La Abeja hacía todos los días un repaso de la historia eclesiástica para deslegitimizar la titularidad de la Iglesia de sus enormes propiedades y recordaba su participación en la represión de 1823 (La Abeja 08/VII/1834), el Eco del comercio afirmaba que no había “razón que pudiera servir de fundamento racional para los ridículos y aventurados rumores que han corrido en estos días, y con los que se ha querido, sin duda, aumentar el conflicto público que es casi inevitable en ciertas circunstancias” (Eco del comercio 01/VII/1834). Con esto dejaba la puerta abierta a la sospecha de que los nostálgicos del Antiguo Régimen estaban buscando desesperadamente cualquier medio de evitar la reunión de las Cortes, prevista para el 24 de ese mes. La Iglesia, que hasta septiembre de 1833 lo más que había tenido para lamentarse era la disolución del Tribunal de la Inquisición, era ahora abiertamente amenazada por la mayoría de los editoriales. Públicamente se le había perdido el respeto.
Aquel sangriento día 17 El Observador informaba de un terror generalizado en la capital de España y acusaba de ese estado de miedo a “nuestros eternos enemigos, que han jurado hacer los últimos esfuerzos para que no gocemos tranquilos del bien que se nos prepara” añadiendo que “algunos malintencionados han empezado hoy a derramar la voz del envenenamiento de las cubas” (El Observador 17/VII/1834).
El rencor acumulado por una parte importante de la población estaba a punto de estallar. Azuzada por el temor a otro marzo del 14 y otro octubre del 23 —fechas en que el constitucionalismo español había sido violentamente desarticulado con apoyo eclesiástico— la población atacó a antiguos realistas y se dirigió finalmente al colegio de San Isidro, regentado por jesuitas, donde llevó a cabo la matanza. La Milicia urbana en lugar de detener aquel atentado se unió desde el principio y fue partícipe del asesinato de 73 frailes, embriagados por tempestuosas canciones patrióticas, como aquella publicada solo un mes antes por el poeta miliciano José de Espronceda y que iba al ritmo de “no más con los tiranos / clemencia ni piedad”.
Al día siguiente El Observador amanecía jovial hablando de “la serenidad, la presencia de ánimo” y dejaba en un lugar marginal los terribles acontecimientos del día anterior. El periódico no informó de las muertes y dio absoluta credibilidad a unos rumores que solo unos días después calificaría de absurdos, criminalizando a quienes habían sido víctimas del asalto:
“No hay duda al parecer en que agentes secretos tenían consigo sustancias venenosas, que en el colegio de jesuitas, se han encontrado armas y que algunos de aquellos conventuales disfrazados se introducían entre los grupos” (El Observador 18/VII/1834).
La prensa no se limitó a esto, sino que también alagó a los asesinos:
“pero no podemos menos entretanto de elogiar el buen espíritu que manifiesta la población, la prontitud con que toda benemérita milicia urbana ha acudido a sus filas, la celeridad con que las autoridades y las tropas han ido a reunirse con los milicianos para no permitir que el orden se turbe, y para dar lugar á que se hagan las mas prontas y severas averiguaciones, se dé con la raíz del mal, y se corte de una vez para siempre” (El Observador 18/VII/1834).
Aquel 18 de julio el Eco del comercio ni siquiera hizo mención de lo acontecido, limitándose a hablar de los devastadores efectos de la “sospechosa enfermedad” y del natural hartazgo del pueblo. Justificaba por tanto la matanza y aunque el día 19 condenaba los incidentes a la vez los comprendía pues: “no podemos menos de recordar que el extraordinario desarrollo que tuvo la enfermedad reinante en los días 16 y 17 puso en estado de consternacion á los habitantes de Madrid”. (Eco del comercio 19/VII/1834).
El gran enemigo del liberalismo eran las antiguas fuerzas feudales. Se clamaba por la desamortización de las posesiones eclesiásticas y se acusaba a la Iglesia de todos los males de España. Aquel acontecimiento fue instigado por la codicia de quienes se llevarían esas tierras y protagonizado por los otros rivales del liberalismo doctrinario: las clases populares y la Milicia. Si al día siguiente fueron agasajados por la prensa, El Observador hablaría ya el 20 de julio de anarquía y crimen y no adjetivaría de “benemérito” al cuerpo de ciudadanos armados. El gobierno de Martínez de la Rosa estaba reaccionando ante el posterior frustrado intento de asaltar el convento de Atocha. El resultado serían cuarenta urbanos expulsados, aunque habría que esperar al mes de noviembre y el gobierno tuvo que aguantar la acusación de excesiva generosidad hacia el carlismo (Eco del comercio 27/VII/1834).
El “pueblo” pasaba nuevamente de heroico a revoltoso, aunque la autocrítica de los periódicos fuese nula y los ataques a la Iglesia continuasen siendo generalizados en la prensa liberal. El mismo día 20 La Abeja recordaba la expulsión de los jesuitas por Carlos III y consideraba nefasto su regreso. Los frailes asesinados sólo tres días antes pertenecían a la Compañía de Jesús, la cual había destacado por su compromiso con la dictadura de Fernando VII.
Se había potenciado un ambiente agresivo contra la Iglesia —cuyos representantes apenas se atrevieron a condenar este atentado en la cámara de próceres— a la que se acusaba de movilizar a las masas fanáticas contra las luces y el nuevo régimen de virtud cívica. Desde el comienzo de la guerra civil se había hecho un llamamiento en periódicos como el Eco del comercio al exterminio de los enemigos carlistas, a los que se relacionaba con una Iglesia contraria a la modernidad. El liberalismo también movilizó a las clases populares aunque condenase y temiese su carácter revoltoso. Como se ha visto, no fue un estallido ocasional, sino que estuvo orquestado claramente por el nuevo establishment de la época, el cual seguiría fomentando el asesinato de clérigos para que estos abandonasen unos templos y unas tierras que no tardarían en desamortizarse y pasar a manos privadas.
Por Manuel Alvargonzález Fernández