En septiembre de 1833 fallecía de una apoplejía el rey Fernando VII. A pesar de tener entonces sólo 49 años, el monarca se encontraba en sus últimos días en un lamentable estado físico. Víctima de una gota que lo torturaba desde hacia décadas, calvo y verdaderamente obeso; había superado los 100 kilos a comienzos de la difícil década de 1820. Su podrida salud era la metáfora perfecta del estado en que dejaba la monarquía, habiendo heredado (o más bien arrebatado) la más extensa del planeta en 1808, dejaba a su paso un país completamente secundario, de fronteras muy mermadas después de haber perdido toda la América continental. Además, el país estaba arrasado tras dos invasiones francesas (1808 y 1823) en gran parte animadas por él mismo y una guerra civil en Cataluña y Navarra que él había promovido y financiado en secreto en 1822, cuando había intentado incluso por ese medio poner fin al sistema constitucional restablecido en 1820 y desarticulado sólo en 1823 con ayuda de 100 mil soldados franceses que permanecieron en la península hasta 1828.
Fernando VII genera consenso, eso sí. Da igual que el interpelado sea conservador o progresista, monárquico o republicano, la opinión sostenida sobre el hijo de Carlos IV será (bien merecidamente) horrible. Las mostradas hacia su sobrina y última esposa, sin embargo, serán quizá más mesuradas. La napolitana María Cristina de Borbón sería jefa del Estado durante parte de la minoría de edad de su hija Isabel II, nacida en 1830, hasta el ascenso al poder del general Baldomero Espartero en 1840. Bajo su regencia se aprobó en 1834 el Estatuto Real, tímida vuelta del liberalismo y el constitucionalismo a una España que volvía a desangrarse en las garras de la guerra civil.
María Cristina aceptó el liberalismo a la fuerza, pues sólo los liberales podían garantizar el trono de su hija Isabel frente a las aspiraciones de Carlos María Isidoro de Borbón, cabeza de la oposición más reaccionaria y tradicionalista. El hermano pequeño de Fernando VII se consideraba el legítimo heredero, al no reconocer la derogación de la Ley Sálica, que impedía el ascenso de las mujeres a la corona. Esta oposición carlista había sido animada por los propios liberales desde el exilio para generar una inestabilidad interior que hiciese imposible la perpetuación de una monarquía absoluta víctima de sí misma. Documentación hay de sobra al respecto en el Archivo Histórico Nacional.
María Cristina estuvo siempre dispuesta a ceder lo menos posible y trató de perpetuar el sistema de su difunto esposo, pero ya no era posible. Su regencia se definirá por una difícil relación con sus distintos gobiernos y por la pésima educación que garantizó a su hija. La futura Isabel II sería incapaz toda su vida de escribir una carta sin faltas de ortografía y demostraría una inmadurez infantil que la convertirían en el juguete de las distintas facciones hasta el día de su obligada abdicación en 1868.
Así las cosas, María Cristina le confió el gobierno a uno de los liberales más moderados, el granadino Francisco Martínez de la Rosa, hombre amigo de los términos medios que no se había sentido cómodo con la Constitución de Cádiz cuando había tenido que gobernar con ella en 1822. Ya entonces incluso había preparado todo un proyecto para sustituirla por un texto constitucional alternativo mucho más conservador y celoso de los poderes de la corona. De nuevo al frente del gobierno, aprobó el 10 de abril de 1834 el Estatuto Real. Establecía éste un sistema mínimamente representativo que delegaba el gobierno en dos cámaras, una alta (próceres) y otra baja (procuradores). El derecho al sufragio —que en el sistema gaditano había sido el más generoso de Europa— no alcanzaba el 1% de la población y los procuradores sólo podían debatir los temas explícitamente aceptados por la regente, quien contaba además con un derecho ilimitado para vetar todas las decisiones de las cámaras.
El nuevo sistema tenía unas limitaciones muy serias que supondrían todo un peligro para la estabilidad. Por una parte, la guerra carlista iba muy mal y no comenzaría a haber éxitos relevantes hasta 1836, cuando Juan Álvarez Mendizábal encabezó el gobierno. Por otra, las algazaras pidiendo mayor contundencia en las reformas y en el castigo a los principales colaboradores de Fernando VII (el clero, el cuerpo armado de los voluntarios realistas) fue excesivo. Sin embargo, no puede negarse que el Estatuto vertebró un nuevo orden que permitió la transición definitiva al liberalismo. La legislación que emanó de él permitió el resurgimiento de la prensa, de los debates políticos en los cafés y de la vida cultural. Es la época de la Canción del Pirata de Espronceda, de las publicaciones de Mariano José de Larra y del Don Álvaro o la fuerza del sino del duque de Rivas.
El Estatuto quedó pronto rebasado y en 1836 el motín de La Granja empujó a la Reina Gobernadora a aceptar provisionalmente la Constitución de Cádiz por última vez mientras se preparaba y discutía un nuevo texto, el progresista de 1837. En esos momentos María Cristina no dudó en actuar como Fernando VII. Pidió al embajador francés una nueva invasión para acabar con los revolucionarios, y también escribió a Don Carlos entregándole Madrid, ciudad que se encontraba indefensa. Pero nada resultó, el liberalismo había triunfado definitivamente en España a pesar de la firme oposición de la regente.
Por Manuel Alvargonzález Fernández