Historia de las Constituciones españolas (II)

Historia de las Constituciones españolas (II)

El primer mártir de La Pepa

 

Una Constitución es mucho más que su articulado, reúne en torno a sí un enorme poder simbólico y en algunos casos, incluso, la identidad de todo un país. Son varias las Constituciones que se han convertido en bandera de diferentes causas políticas. Por poner sólo unos ejemplos, la francesa de 1793, con su amplia declaración de derechos, su contenido social y su espíritu jacobino se convirtió en un referente para los demócratas más radicales y convencidos durante décadas. La Constitución histórica británica se alzó como modelo para aquellos que consideraban que el orden debía descansar sobre un sistema moderado y representativo. Por nuestra parte, la española de 1978 era la carta del consenso. Las Constituciones son más que textos legales, y más allá de su contenido, en ocasiones han destacado por su potencial movilizador. En España el caso más paradigmático es el de la de 1812, aprobada en Cádiz el 19 de marzo, día de San José.

La Pepa fue la primera carta en nuestro país que declaró que la soberanía residía en la nación y no en el rey, además de que afirmaba que los gobiernos debían garantizar los derechos de propiedad y seguridad para hacer felices a los ciudadanos. Es mucho más que eso, sin embargo, pues contiene 384 artículos sobre los que se intentó infructuosamente construir una monarquía liberal y moderna en la que el centro del poder fuesen unas Cortes cuyos diputados fuesen elegidos a partir de un sufragio que, aunque no era universal, sí era bastante amplio.

Pero no es su contenido más jurídico lo que la ha convertido en un actor histórico de primer orden, sino su poder simbólico. Recuérdese que fue redactada y aprobada en plena Guerra de la Independencia contra Napoleón (1808-1814), en un contexto en que el rey Fernando VII estaba prisionero en Francia. Sobre los restos de una monarquía atrasada fundamentada en los principios del Antiguo Régimen se quiso construir un nuevo sistema político que primase (idealmente) el mérito y el talento de los individuos por encima de sus relaciones familiares. También un país con mayores libertades de expresión y enseñanza. Fue la bandera de quienes quisieron derribar una monarquía absolutista orientada a garantizar los derechos del rey y no la prosperidad de sus súbditos.

Cuando en 1814 concluyó la guerra, Fernando VII derogó la Constitución con un golpe de Estado. Comenzó entonces una época de represión en que se sirvió de un restablecido tribunal de la Santa Inquisición y gobernó sin más límites que los impuestos por la pésima situación económica del momento. En esos años, aquellos militares de origen humilde que habían descollado durante el conflicto fueron marginados y las responsabilidades volvieron a ser ejercida por la nobleza. En la administración, los formados liberales fueron apartados por una élite cortesana cuyo ascenso dependía de su capacidad para adular al monarca. El resultado, evidentemente, fue desastroso.

Entre 1815 y 1820 hubo un intento anual por restablecer el orden liberal. Fueron fracasos constantes que se saldaban con la ejecución salvaje de los protagonistas. En torno a estos y la Constitución por la que dieron su vida se quiso construir un nacionalismo español progresista muy distinto del hegemónico actualmente.

Juan Díaz Porlier (1788-1815) fue el primero en levantarse contra el absolutismo de Fernando VII y en 1815 restableció el ayuntamiento constitucional de A Coruña y El Ferrol. El origen de este joven, no tenía 30 años, es un absoluto misterio, aunque parece ser que había nacido en América. Se decía que era hijo del marqués de La Romana, por lo que se le conocía popularmente como El Marquesito. Ya había combatido en la mítica batalla de Trafalgar (1805), pero fue en la Guerra de la Independencia cuando empezó a destacar. Hastiado de un ejército regular dirigido por incompetentes, formó su propia guerrilla, con la cual expulsó a los franceses de Asturias y otros puntos del norte de España. Se hizo entonces famoso por su habilidad, su valor y su intransigencia ante cualquier abuso sobre la población civil por parte de los soldados a su mando. Su participación en la decisiva batalla de Vitoria le valió un reconocimiento del duque de Wellington. Sin embargo, Fernando VII le hizo apresar en el castillo de San Antón en cuanto recuperó el poder absoluto, pues Porlier tenía claras simpatías por la Constitución recién derogada.

Su encierro, sin embargo, fue flexible gracias a las simpatías que despertaba su persona. Comenzó entonces a establecer contactos con los militares de la región, así como con una serie de civiles que habían quedado sorprendidos por el giro reaccionario que el rey había dado a la política española con el fin de la guerra. El movimiento que preparó para restablecer la legalidad constitucional en toda España marcó las pautas que se seguirían en los años siguientes y que culminarían con un gran éxito en 1820, cuando triunfó un pronunciamiento que no dejó una sola víctima mortal por parte de los pronunciados.

Efectivamente, Porlier se preocupó especialmente por contar con impresores para poder difundir una serie de proclamas que hiciesen un llamamiento a la población para poner fin al absolutismo. No buscaba un enfrentamiento sangriento y de hecho no ejecutó a ningún disidente mientras estuvo en marcha su particular revolución.

Así las cosas, en septiembre y al frente de una pequeña fuerza, Porlier tomó el ayuntamiento de A Coruña, devolvió el poder a los munícipes liberales e hizo jurar la Constitución. Empeñado en darse a conocer, consiguió ser secundado en El Ferrol y sus proclamas se extendieron por el país, pero no contó con el apoyo popular.

Consciente de lo difícil de su situación, decidió abalanzarse sobre la conservadora y clerical Santiago de Compostela y partió al frente de mil hombres. Por la noche, sin embargo, y justo en el momento en que había concluido una carta para su esposa, fue traicionado por algunos de sus hombres y secuestrado. La aventura había terminado. En los días siguientes muchos de quienes le habían seguido le acusarían de haber actuado con gran violencia y por actos intimidatorios, una actitud de la que no ha quedado el más mínimo rastro documental. De hecho, y como ya he señalado, a aquellas autoridades que se habían negado a reconocer la Constitución se limitó a arrestarlas y en ningún momento amenazó con llegar más lejos (aunque algún cagamento sobre Fernando VII sí que soltó).

En octubre de aquel 1815 el Marquesito, Juan Díaz Porlier, fue ahorcado públicamente. Era el primero de una serie de mártires caídos en una lucha épica contra un gobierno terrible que arruinó España y la dejó en la antesala de una catastrófica guerra civil. No es tan recordado como Rafael del Riego, que sí consiguió restablecer durante casi cuatro años el orden constitucional, o Mariana de Pineda, ejecutada por garrote vil en Granada por negarse a delatar a sus compañeros de conspiración, o José María Torrijos, fusilado en una playa y protagonista de una impresionante pintura de Gisbert. Antes que todos ellos, Porlier fue la primera víctima de una monarquía criminal.

Concluyo esta columna recomendando a los interesados la biografía en dos volúmenes escrita Rodolfo G. de Barthèlemy a comienzos de la década de 1990. Vale la pena.

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