Escribir es la única profesión en la que nadie te considera ridículo si no ganas dinero.
Jules Renard
«Mis páginas sólo gustan gratis». Palabras amargas que no nos sorprendería escuchar de la boca de un creador contemporáneo, consciente de estar atrapado entre la racanería de la industria y la voracidad de un público que hace tiempo que aprendió a legitimar la gratuidad de los productos culturales. En realidad fueron escritas, allá por el siglo I, por un poeta de Calatayud que se fue a la capital del mundo conocido a buscarse la vida con las letras.
Marcial había llegado a Roma en el año 64 bajo la protección de Séneca, pero el suicidio de éste le obligó a tener que sobrevivir como poeta itinerante. Gracias a su comprensión de las hipocresías de su tiempo, a su perspicacia para captar los gustos del público y a su talento para el halago interesado de los poderosos pudo sobrevivir durante treinta y cinco años en Roma, tras los cuales se retiró de nuevo a Bílbilis (antecedente de Calatayud), para disfrutar de la vida campestre en una finca que le había cedido una admiradora.
El epigrama del bilbilitano aparece en El infinito en un junco, de Irene Vallejo, un documentadísimo y emocionante recorrido a través de la historia del libro en la Antigüedad. De sus páginas uno sale siendo consciente de la abrumadora importancia de la cultura escrita en el mundo grecolatino, un mundo plagado de bibliotecas, en el que los niños de varios continentes distintos aprendían a leer con las mismas historias y en el que algunos autores llegaron a ser auténticas celebridades. Un mundo contradictorio, en el que convivían la magia con la razón y la cultura con la violencia, que construyó su ideal de civilización sobre los maltrechos hombros de los esclavos.
Un mundo, en definitiva, en el que se escribía. ¿Pero se escribía por dinero o por fama? ¿Recibían los autores alguna contraprestación por las obras que vendían? ¿Existían librerías? ¿Y editores? ¿Inventaron los legisladores romanos, cuya genialidad está más que demostrada, algo remotamente parecido a la propiedad intelectual?
Una cultura aristocrática en una sociedad cada vez más mercantil
Karl Marx dejó escrito que las ideas de la clase dominante son las ideas dominantes de cada época. En el mundo grecolatino, la clase dominante siempre fue la aristocracia, y uno de sus valores fundamentales fue el del desprecio del lucro. En una sociedad que basaba su sistema productivo en el uso de esclavos, el trabajo remunerado se encontraba siempre bajo sospecha. Esto ayuda a contextualizar las filípicas de Platón contra los sofistas que, como Gorgias y Protágoras, se atrevían a cobrar dinero por sus enseñanzas en un siglo, el de la democracia ateniense, en el que por primera vez la supremacía de la aristocracia comenzaba a ser discutida. También nos da razones para entender la poca valoración que se le daba al comercio, que estaba peor considerado que otras actividades como la guerra, la política o las artes (siempre que estás se practicasen libremente y no a cambio de dinero).
Esta es la razón por la que, pese a que las artes eran de suma importancia para los griegos ―como demuestran su producción filosófica y dramática, sus escuelas y el florecimiento de las bibliotecas durante el período helenístico―, en ningún caso llega a crearse un mercado editorial propiamente dicho.
Para que surja un concepto jurídico tan elaborado como el da la propiedad intelectual, son necesarios dos elementos fundamentales. Por un lado, tiene que haber una conciencia del artista como un yo creador, algo que no se ha dado en todas las épocas. En la Edad Media, donde la mayor parte de la creación artística y literaria se producía en los monasterios y la imitación de los maestros era la norma, las obras se consideraban producto de una colectividad, no de un individuo. La pretensión de originalidad no tenía cabida y sin ella no tiene sentido nada parecido a un derecho de autor. Otro elemento esencial para el nacimiento de la propiedad intelectual es que exista un mercado de compraventa de obras literarias o artísticas que provoque la profesionalización de los artistas. En la época clásica se daba el primer elemento, pero no el segundo, ya que, como hemos dicho, nunca llegó a crearse un verdadero mercado editorial, aunque hubo momentos de la historia en los que el nivel producción de libros llegó a ser asombroso.
Prueba de la consideración del autor en la época clásica es una anécdota recogida en el libro de Irene Vallejo. La historia nos cuenta que el faraón Ptolomeo I, pretendiendo ampliar todavía más el prestigio de su ya famosa biblioteca decide celebrar un concurso de poesía:
«Una vez se hubo comenzado en primer lugar con los poetas y recitaron sus escritos, el pueblo entero advertía a los jueces con su aplauso lo que debían aprobar. Y así cuando se le preguntó la opinión a cada uno, seis coincidieron en dar el premio al que observaron que más había complacido a la multitud y el segundo al siguiente. Pero Aristófanes, cuando se le pidió su veredicto, ordenó que fuera proclamado primero el que menos había agradado al pueblo.
Como quiera que el rey y todos los demás manifestaran su indignación, se levantó y rogó que se le permitiera hablar. Y así, se hizo silencio y declaró que solo uno de aquellos era poeta, los otros habían recitado poemas ajenos; que lo adecuado era que los jueces no dieran su aprobación a un robo sino a la obra original. Mientras el pueblo estaba admirado y el rey dubitativo, confiado en su memoria extrajo de determinadas estanterías un buen número de volúmenes y comparándolos con lo que habían recitado les obligó a los propios ladrones a confesar su plagio. Y así el rey ordenó que se les acusara de robo y los expulsó condenados con toda ignominia. En cambio a Aristófanes lo honró con magníficos regalos y lo puso al frente de la biblioteca».
El Aristófanes honrado por Ptolomeo es Aristófanes de Bizancio, bibliotecario de la Biblioteca de Alejandría ―probablemente el proyecto cultural más ambicioso de la Antigüedad― y lo que nos enseña su historia, además de la capacidad de su memoria prodigiosa, es que el plagio estaba muy mal visto ya por los griegos, hasta el punto de considerarlo como algo similar al robo. Esto es algo que compartían con los romanos, algo que puede deducirse de varios epigramas de Marcial contra los plagiarios que recitaban sus versos como propios. De hecho, es a Marcial al que debemos la acepción actual del término, es decir, su aplicación al campo de las artes, ya que a hasta ese momento el término, recogido en la Lex Fabia de plagiariis, hacía referencia a la venta de un liberto como esclavo.
Marcial escribe desde la época imperial, un tiempo en el que la cultura comenzaba a separarse tímidamente de la aristocracia y pasa a ser impulsada por el emperador. Se construyen bibliotecas públicas y escuelas, los talleres de copistas (esclavos, en su mayoría) se multiplican, los viejos rollos conviven con los códices, similares a los libros que nosotros conocemos, más fácil de conservar y transportar. Parece que se daban todos los elementos para que surgiera un antecedente de la propiedad intelectual, pero ese nacimiento no se produjo. Los romanos se habían apropiado de la cultura griega y, como los griegos, también sentían un desprecio atávico por el trabajo remunerado. Esto se veía agravado por el hecho de que la mayoría de los poetas, maestros, abogados y demás profesionales que hoy consideraríamos liberales eran esclavos o libertos de origen griego. Esta situación fue matizándose con el paso del sistema republicano al imperial, pero nunca llegó a cambiar del todo.
Así las cosas, aunque el derecho romano distinguía perfectamente en res corporales y res incorporales, nunca llegó a considerar la obra de arte como distinta del formato donde estaba plasmada. Uno podía ser propietario de un rollo que contuviera los discursos de Cicerón, pero no de los discursos de Cicerón. Si uno pintaba sobre una columna, había diferentes elementos a considerar para determinar la propiedad de la columna pintada (un clásico ejemplo de locatio para estudiantes de derecho romano), pero nunca se consideraba que pudiera existir un derecho de propiedad sobre la pintura en sí.
Entonces, ¿por qué escribía la gente? Los aristócratas por vanidad, para aumentar sus relaciones y su poder político. Los esclavos, libertos y demás desharrapados que vivían, como Marcial, a costa del mecenas de turno, escribían para sobrevivir. No existía la propiedad intelectual más que como algo en abstracto, que castigaba socialmente el plagio o los atentados contra la integridad de una obra. Para vivir, lo artistas que no fueran nobles o ricos tenían que buscarse la vida como pudieran.
Resulta curioso lo familiar que nos suena esta canción. Hoy vuelve a ponerse en duda el derecho del artista a cobrar por su trabajo y la producción cultural tiende a convertirse en un privilegio de las clases altas. Un entretenimiento para aquellos que se lo puedan permitir. Parecen ecos de un pasado que, de repente, no parece tan lejano. Una concepción de la cultura aristocrática, en definitiva, aunque algunos se empeñen en seguir llamándola libertaria.