Maximiliano de México: un Moctezuma constitucional

La historia política de México tiene un episodio cargado de romanticismo, locura, filantropía y absurdo de principio a fin. Me refiero a su Segundo Imperio, cuando un Estado tradicionalmente republicano colocó una corona en la sien del príncipe austriaco Fernando Maximiliano de Habsburgo (1864-1867).

El contexto era el propicio para que los conservadores mexicanos intentasen una segunda y última vez conseguir una monarquía en su país. Ese había sido el proyecto original en su inmediata independencia con Itúrbide, pero había sido un fracaso y la historia del país había sido de anarquía. En la década de 1860, México se veía privada de sus inmensos territorios al norte del Río Grande, arrebatados por unos Estados Unidos que en el momento que nos ocupan se veían perdidos en una catártica Guerra de Secesión (1861-1865). Además, México estaba políticamente dividido y económicamente arruinado. En un contexto también de guerra civil, los conservadores no querían tolerar la actividad reformista de Benito Juárez, un gobierno de carácter progresista y de tendencias laicas.

Con unos Estados Unidos desgarrados, incapaces de intervenir en los asuntos internos del país vecino, los conservadores reclamaron la ayuda de un Napoleón III que reclamaba el pago de sus deudas y creía tener legitimidad para intervenir en los asuntos americanos. Era, aparentemente el momento, de crear un poder dependiente de Francia que pudiese afrontar el predominio anglosajón en América.

No es este el momento de extenderse en las gestiones e insistencias del francés para que Maximiliano se aviniese a aceptar la corona que se le ofrecía. Señalar simplemente que el nuevo emperador era un hombre joven, de poco más de treinta años, y ampliamente políglota. Hablaba alemán de nacimiento, pero conocía bien el francés, el italiano, el inglés, el húngaro, el polaco y estudiaba español. En lo que a experiencia política se refiere, había estado al frente de la armada austriaca. Su personalidad era melancólica y sus ideas las de un príncipe ilustrado.

Insisto en ese último punto, Maximiliano no sería un gobernante liberal y se guio siempre por la máxima de “todo para el pueblo, pero sin el pueblo”.

Sus planteamientos se expusieron en el Estatuto Provisional del Imperio de México, aprobado en 1865. Se trataba de una Carta otorgada, pues señalaba en su artículo 4 que el emperador es el representante de la soberanía nacional. Tenía, sin embargo, varias peculiaridades. El título más extenso es el dedicado a los derechos individuales, el cual contiene 20 de los 81 artículos del texto (arts. 58-77). Así, se garantizan aspectos tan propios del liberalismo clásico como la propiedad, la seguridad, el habeas corpus. También garantizaba el derecho de culto.

Este último punto era un primer punto de divergencia con los conservadores, divergencia que le costaría la vida. La tolerancia religiosa era una de las conquistas precisamente de Benito Juárez, cuya obra idealmente se quería desmantelar. El hecho de que el emperador consagrase la libertad de cultos no se amoldaba a la mentalidad de quienes le habían llamado.

Resulta también muy interesante el artículo 64, según el cual en México no se toleraba la esclavitud de ningún tipo, y bastaba pisar su suelo para ser considerado libre. Recuérdese que en esos momentos la esclavitud era la causa de la guerra que estaba desangrando Estados Unidos. Pero no prestaba atención sólo a potenciales esclavos, también a los delincuentes, pues en el 66 señala: “Las cárceles se organizarán de modo que solo sirvan para asegurar a los reos, sin exacerbar innecesariamente los padecimientos de la prisión”.

Este aparente liberalismo constitucional, sin embargo, dependía en última instancia de la voluntad del emperador, quien se reservaba el derecho de suspender estas garantías temporalmente mediante decreto en su artículo 77.

Pero quizá lo más relevante es que estas garantías de derechos individuales estaban enfocadas muchas veces a las poblaciones indígenas. Maximiliano mostró un interés con pocos precedentes en México hacia las poblaciones indígenas y en su legislación constitucional se preocupó por garantizar su igualdad. Se esforzó además por recorrer el país y en visitar las poblaciones indias. Él mismo se presentaba como un nuevo Moctezuma. En gran parte, esta campaña era pura propaganda, pero demostró una gran efectividad y en la guerra que se extendía por el país, los indios apoyaron al emperador. Conviene recordar, de todas formas, que Benedicto Cuervo Álvarez insiste mucho en el carácter únicamente propagandístico de este interés. El presupuesto que se dedicó a los indígenas apenas llegaba al 1%, en gran contraste con las generosas partidas dedicadas al mantenimiento de la nueva corte.

El experimento fue sobre todo pintoresco. Sabido es que no acabó bien, pero en todo momento la aventura mantuvo su sabor folclórico. El emperador se vio abandonado por el mismo Napoleón III que le había insistido en aceptar la corona, así como por unos conservadores que le consideraron demasiado progresista. Fue arrestado por los hombres de Juárez y fusilado. Se permitió el lujo de darle una moneda de oro a cada uno de sus verdugos y de pedirles como última gracia que no le dispararan a la cara, sino al corazón.

Por Manuel Alvargonzález Fernández

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