Comenzando la tercera década del siglo XXI, nuestro sistema político y nuestra sociedad sigue siendo heredera directa de la oleada revolucionaria que desde finales del siglo XVIII sacudió el mundo occidental. En los días presentes continúa habiendo el longevo debate de cuáles deben ser lo límites de la libertad de expresión, el papel de la prensa en la formación de la opinión pública y la legitimidad de la violencia como reacción popular. En absoluto se trata de discusiones nuevas, y de hecho puede resultar conveniente reconsiderar los planteamientos que al respecto mostraron los teóricos del primer liberalismo, esa cultura política que trasladó el protagonismo de los estamentos privilegiados a los individuos y a la nación.
Así, nos encontramos que la Constitución de Cádiz (1812) consagraba en su articulado la libertad de imprenta sin previa censura (artículo 371). Dicha libertad ya se había visto regulada en los años previos por las Cortes a partir del Decreto IX, de 10 de noviembre de 1810. Se establecía que todos los españoles podían escribir y publicar sus ideas políticas. Tal y cómo ha incidido el doctor Ignacio Fernández Sarasola, ese detalle de “españoles” es muy importante. En un sistema que distinguía entre ciudadanos activos (los cuales podían ejercer mayores responsabilidades en la vida pública, como el sufragio o tareas de gobierno) y los pasivos, la libre expresión era un derecho que se les reconoció a todos.
Se establecieron límites, y pueden resultarnos familiares. El más tajante era el concerniente a los asuntos de religión, pues las publicaciones sobre esos temas eran la excepción a la norma y sí debían someterse a una censura previa. Recordemos que la Constitución de Cádiz recogió que la católica romana era única y verdadera y no se podía tolerar ningún otro culto.
Tampoco podía atacarse a la Constitución, en tanto era el resultado legal de la voluntad general. Cualquier ataque a la Carta Magna podía considerarse, una vez publicado, como subversivo. Esto presentó problemas en nuestra segunda etapa constitucional (1820-1823), en tanto que el liberalismo más moderado comenzaba a reclamar modificaciones en el texto para establecer un Senado y ampliar los poderes de la Corona. En aquel momento, el liberalismo exaltado, el situado más a la izquierda, exigía que las responsabilidades públicas fuesen ejercidas por adictos a la Constitución, lo que el moderado Sebastián Miñano calificó en el periódico El Censor como “la enfermedad de los adictos”. Más allá de eso, las calumnias, la difamación y las injurias también eran objeto de un delito de imprenta.
Moderados y exaltados consideraron a la prensa un derecho natural que además debía formar a la opinión pública; y es que la opinión pública podía enjuiciar la vida pública de los magistrados y diputados con tanta legitimidad como el propio Parlamento. Sin embargo, a la hora de dilucidar cuál era la verdadera opinión pública, moderados y exaltados establecían criterios muy diferentes. Así, para los exaltados la opinión pública, que debía orientar la acción del poder legislativo y del gobierno, era la orientada a ahondar en la revolución, la que consideraba que ésta no había hecho más que empezar. Era la opinión expresada por una población políticamente activa, bien en las Sociedades Patrióticas o en la Milicia Nacional, gentes comprometidas ideológicamente con la Constitución y la libertad. En cambio, los moderados aspiraban a un orden en que la ciudadanía, o la mayor parte de ella, ejerciese un papel más pasivo. Así, los moderados no decían atender a la opinión en cuanto a las ideas expresadas, sino en cuanto a la instrucción y formación de quien las exponía. Para los moderados, el derecho de expresión era mucho más individual —y elitista— que para los exaltados.
En esta línea, no debe sorprender que el liberalismo exaltado sí legitimase el derecho de rebelión, enlazando en esto con la tradición jacobina francesa. El pueblo tenía el derecho de sublevarse para defender la revolución. En ese caso, los que se levantaban podían considerarse como portavoces de la voluntad popular. En cambio, los que se levantaban contra el régimen constitucional (en 1822 estalló incluso una guerra civil en Cataluña y Navarra), eran enemigos de la nación. De hecho, para los exaltados resultó exasperante la aparente abulia con que los moderados —que estuvieron la mayor parte del Trienio en el gobierno— trataban el problema de los levantamientos en favor del absolutismo, mientras que eran muy estrictos con las manifestaciones y algazaras populares de signo exaltado. El caso más extremo afectó incluso al héroe de la revolución, Rafael del Riego, apartado de su cargo como Capitán General de Galicia y desterrado a Asturias en septiembre de 1820 por haber animado supuestamente una algazara.
Como vemos, la libertad de expresión tenía entonces, como hoy, sus límites, pero ninguna fuerza política aspiraba a ensancharla a la totalidad, sino amoldarla a su propio concepto de sociedad. Actualmente, con todas las diferencias que se quieran, sucede lo mismo.