Historia de las Constituciones españolas (V): La Constitución de 1837: ¿un precedente para el consenso?

Resulta evidente que uno de los reclamos de los partidarios de este por algunos llamado Régimen del 78 es la idea del “consenso”. Se argumenta que el éxito del sistema —constitucionalmente hablando es el segundo más longevo de la historia española, sólo superado por el definido por la Carta Magna de 1876— se debe a que establece un marco político que surge del consenso de la Transición. Hay una nostalgia de esa época de grandes acuerdos en el que participaban formaciones de prácticamente todo el espectro político (excepto el republicano, privado de participar en las elecciones constituyentes de 1977). Ciertamente, la inmensa mayoría de las Constituciones que han nutrido nuestra historia —un número tan significativamente alto y de tan corto recorrido como el de las leyes de educación— eran Constituciones de partido. Ese fue el caso por ejemplo de la moderada de 1845 o la demócrata-progresista de 1869.

En ocasiones se ha considerado que si en 1845 los moderados hubiesen respetado la entonces vigente Constitución de 1837 el devenir de nuestra historia constitucional hubiera sido considerablemente más estable. A este respecto, autores como Joaquín Varela Suanzes han resaltado que se trataba de un texto aceptable para las dos grandes tendencias del liberalismo entonces vigente en España: el moderado y el progresista. Supuso la definitiva superación de la mítica Constitución de Cádiz, restablecida provisionalmente en 1836 tras el motín de La Granja. Así, era considerablemente menos ambiciosa en sus planteamientos y más flexible en su ordenación, permitiendo que muchas cuestiones quedasen relegadas a la legislación del gobierno, evitando de este modo alteraciones en la Constitución. Una personalidad tan distinguida como Jaime Balmes sostuvo que con la de 1837 un Martínez de la Rosa podía garantizar un sistema similar al establecido en el moderado Estatuto Real de 1834, mientras que un progresista como Agustín Argüelles podría tomar medidas propias de la Constitución de 1812.

La de 1837 parecía ser una amalgama de principios progresistas y moderados. En interés de los primeros se declaraba la soberanía nacional (preámbulo), la libertad de imprenta sin censura previa (art. 2), el establecimiento de la Milicia nacional (art. 77), así como el carácter electivo de ayuntamientos y diputaciones provinciales (arts. 69 y 70). A la vez, los moderados veían por fin consolidadas constitucionalmente muchas de sus reclamaciones tradicionales, como el establecimiento de un senado y el fortalecimiento de las potestades del rey (arts. 44-49), que al contrario que en la Constitución de 1812, disponía de veto absoluto de las leyes aprobadas por las Cortes y se le reconocía la facultad de convocarlas y disolverlas.

Reforzando la idea del consenso tenemos la afirmación del moderado (si bien perteneciente al ala menos conservadora del partido) Nicomedes Pastor Díaz: “La Constitución de 1837 no está hecha con mis principios; no obstante, lo está con los de todos. porque todos tenemos allí un cacho, porque fue una transacción entre todos los partidos”.

Podría parecer —esta es la tesis de Varela Suanzes—, que los liberales de distinto signo habían llegado a un gran acuerdo al verse amenazados por un enemigo común, los carlistas que en plena guerra civil amenazaban ni más ni menos que la villa de Madrid. Era además el resultado de las experiencias compartidas en el exilio de la Década ominosa (1823-1833), en los que habían podido conocer mucho mejor el constitucionalismo de Francia e Inglaterra y reflexionado al respecto. Sin embargo, el origen de una Constitución que apenas tendría una vigencia de ocho años (no dejaba por ello de ser la de más largo recorrido hasta ese momento), se presenta un poco más complicado.

En un artículo del 2015 publicado por Daniel Aquillué en Revista Historia Autónoma el autor sostiene que no hubo tal transacción. Las constituyentes de 1836-1837 —en la época del ministerio Calatrava-Mendizábal— habían llegado al poder después de una oleada revolucionaria que se había extendido por todo el país y había conseguido tanto desarticular el gobierno moderado de Javier Istúriz como obligar a la Regente María Cristina a aceptar provisionalmente la Constitución de 1812. Tras unas elecciones en que se recuperó el sistema electoral gaditano, las Cortes que debían redactar la nueva Carta Magna en absoluto apuntaban a consenso o transacción alguno; frente a los 213 diputados progresistas apenas había 28 moderados.

El ambiente político que acompañó a dichas constituyentes tampoco parecía fomentar el entendimiento. Las comparaciones en prensa y otras intervenciones públicas de los liberales moderados con los carlistas que querían destruir todo resquicio de constitucionalismo fueron comunes. También se les calificaba de traidores por su papel en la caída del régimen constitucional de 1823. Se fomentó un ambiente de exclusión, por tanto, no de consenso.

El debate, según Aquillué, fue entre las distintas sensibilidades habidas dentro del propio progresismo, distinguiéndose una vertiente respetable, más conservadora, y otra avanzada, más radical. El resultado fue una Constitución inasumible para una parte de un moderantismo que, cuando recuperó el poder en 1844, fue también muy poco dada al diálogo. Supongo que es una experiencia de la que se puede aprender bastante.

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