1876: la Constitución de una España centralizada

La España de la Restauración (1875-1923), cuya trayectoria política puede presentar numerosos parecidos con el actual régimen —tanto en su momento de auge como en el de su decadencia—, se caracterizó entre otras cosas por su férreo centralismo. Esto no debe sorprender, en tanto que se trataba de un sistema nacido a partir de los escombros de una República vencida por tres guerras civiles simultáneas: la carlista en el norte, la de la independencia de Cuba allende el Atlántico y la cantonalista, que se había extendido por gran parte del país y conoció su expresión más intensa en Cartagena.

Así, frente al proyecto constitucional republicano de 1873 —nunca llegó a aprobarse— que era de marcado carácter federal, la Constitución de 1876 consolidaría una monarquía centralista, tanto en la Península como en las colonias de ultramar. Este centralismo, fundamentado en una concepción conservadora de la nación española, desembocaría en los años finales de la Restauración (sobre todo a partir de 1898) en una grave crisis de identidad. Esta crisis de identidad acabaría con el propio régimen e impulsaría un terremoto histórico.

La República federal, inmersa en un período constituyente, fue desarticulada por un golpe de Estado el 3 de enero de 1874, siendo disueltas por las amenazas de los cañones del general Manuel Pavía (1828-1895). No fue, sin embargo, el fin de la I República española, que duró más que los once célebres meses que suelen atribuírsele. La República pervivió otro año más, aunque habiendo sufrido un claro giro autoritario y recentralizador a cuyo frente se puso el general Francisco Serrano y Domínguez (1810-1885). La República careció en ese tiempo de Constitución ni de perspectiva de dotarse de unas nuevas leyes fundamentales; la democrática Constitución de 1869 era monárquica y poco encuadre podía tener. Su amplia declaración de derechos quedaba además abiertamente sin efecto el 5 de enero. Meses más tarde, el pronunciamiento del general Arsenio Martínez Campos el 29 de diciembre de 1874 ponía fin definitivo a la primera experiencia republicana en España.

Era el momento de construir un nuevo régimen político, dotarlo de una Constitución y buscar garantías para su éxito. En la línea con esto último, la nueva monarquía del jovencísimo Alfonso XII —tenía 17 años— trato de generar un espacio en el que todas las fuerzas políticas que aceptasen el régimen tuvieran cabida. El espíritu de una monarquía turnista entre conservadores y progresistas ya estaba presente en el Manifiesto de Sandhurst (1 diciembre 1874), primera piedra ideológica del nuevo orden. El centralismo fue otra piedra angular.

De los escasos 89 artículos que conformaron la nueva Constitución de 1876, decretada por unas Cortes de 391 diputados, —de los que 333 eran conservadores afines al nuevo hombre fuerte de la España de entonces, Antonio Cánovas del Castillo (1828-1897)—, los que más debate generaron no estuvieron relacionados con la centralización. Intensa fue la discusión sobre el artículo 11, que garantizaba la libertad de culto que había traído la Constitución de 1869 y con la que no todos los conservadores estaban de acuerdo. También hubo inquietudes diversas sobre la composición del Senado.

Volviendo al tema del centralismo, conviene reparar en las ideas que al respecto tenía Cánovas; sigo en esto a lo expuesto por Varela Suanzes. Cánovas, historiador y con un pasado de archivero, consideraba que la decadencia de España se debía a la inestabilidad que le había acarreado todo el «provincialismo». Partía de una idea de la nación propia del Romanticismo conservador germánico, según el cual la nación es producto de la historia y no de la voluntad individual de los miembros que la conforman. Así, el régimen quedó estructurado en provincias y ayuntamientos de escasa autonomía. A las colonias se les negó todo autogobierno, contra el áspero parecer de Arsenio Martínez Campos (1831-1900), que había conseguido poner fin a la guerra en Cuba con la Paz de Zanjón (1878). A pesar de esto, el artículo 89 de la Constitución, relacionado precisamente con las posesiones ultramarinas, daría margen legal para discutir el proyecto de autonomía de Maura, en 1893, la Ley Abárzuza de 1895 y la frustrada autonomía de 1897.

Esta legislación centralista se completaba con la ley de 21 de julio de 1876, que, tras el fin de la guerra carlista, abolía los fueros de las provincias vascongadas, aunque sustituyéndolo por un régimen de concierto, en virtud del cual aquellas provincias se obligaban «a presentar el cupo de hombres que les corresponda» para la prestación del servicio militar, y a satisfacer «las contribuciones, rentas e impuestos ordinarios y extraordinarios, consignados en los Presupuestos generales del Estado». Extremos que concretaría el Real Decreto de 28 de febrero de 1878.

El régimen de 1876 impuso un centralismo que resultó, finalmente, condenatorio. Así, el incumplimiento sistemático y consciente de los acuerdos de autonomía de la paz de 1878 con los insurrectos cubanos, acabaría desembocando en la guerra de independencia definitiva, la que estalló en 1895 y concluiría con el Desastre de 1898. El refuerzo nacionalista en Galicia, País Vasco y, sobre todo, Cataluña a partir de ese año —y debido en gran parte al caciquismo que servía articulaba el Estado—, generaría un malestar para el que el sistema no tuvo respuestas eficaces. A partir de 1917, el sistema estuvo en un estado de excepción casi permanente, y en 1923 dio paso a una dictadura.

Manuel Alvargonzález Fernández

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